Por: Brigitte Baptiste

El conocimiento y formas de aprovechamiento o manejo de la flora y la fauna de un territorio son una de las fuentes centrales en la construcción de cultura. El territorio nos ofrece comida, materias primas, estímulos intelectuales para la vida. Las formas en que consideramos, discutimos  y tomamos decisiones respecto a la biodiversidad son por tanto sustento o solución de conflictos: el recorrido de los peces en una cuenca, por ejemplo, nos permite entender cómo las acciones de cada uno respecto al uso de los predios que la conforman incide en la calidad o disponibilidad de la pesca, lo cual es motivo frecuente de disputas. Si talamos las orillas para extender unos metros los cultivos, propiciamos la erosión y contaminación del agua, destruimos el hábitat donde se reproducen o alimentan peces que alguien podría necesitar. Organizarnos para la gestión ambiental, por tanto, es una de las mejores alternativas para construir acuerdos sociales sobre la base de problemas concretos. No hacerlo, lo contrario…

El aprovechamiento de un bosque silvestre, una región de selva que presta servicios a muchos también requiere acuerdos claros para garantizar una distribución justa y equitativa de los “dones de la naturaleza”, es decir, de los servicios que el ecosistemas nos presta de manera gratuita y generosa, y que sólo podemos compensar adecuadamente con una actitud agradecida y el cuidado responsable del patrimonio común. Eso implica mucho diálogo, muchas conversaciones, pues a menudo no valoramos adecuadamente estos dones, no cuidamos su fuente, no entendemos que las decisiones que tomamos afectan las funciones ecológicas que hay detrás. Entender y discutir colectivamente ese funcionamiento nos hace parte de la tierra, nos reconcilia con la naturaleza y nuestros orígenes y, lo más importante, nos permite identificar límites a nuestro comportamiento y llegar a acuerdos sociales para el bien común.

Regiones como el Caquetá, privilegiadas por su riqueza en aguas, tierra y bosques, representan ese reto en todas las escalas, y nos permiten ver con claridad cómo una buena gestión ambiental es la expresión de un proyecto de paz y convivencia, porque comprendemos el alcance de las acciones individuales y sus efectos sobre las demás personas, en la medida que entendemos sus efectos en el ecosistema: la erosión, la extinción de especies, la deforestación sin control deterioran la funcionalidad natural de la cualdependemos para sobrevivir y afecta a toda la comunidad. Al final, el manejo deficiente de los recursos contribuye al conflicto social y el deterioro de las condiciones de vida de todos.

Hablar de ecología, pues, es hablar de la gente y sus modos de vida, su conocimiento del territorio, sus apuestas por el agua, el suelo y la biodiversidad, sus conversaciones al respecto. La paz es verde.

 

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Brigitte Baptiste, Directora del Instituto Humboldt